martes, 26 de abril de 2011

Educación: y dale con el látigo




Juan Gajardo Quintana

El verdadero aprendizaje no se produce, se crea a través de un proceso lento y armónico en el cual lo más selecto del espíritu humano participa mediante sus más diversas potencialidades. El aprendizaje, si resulta necesario compararlo con la actividad productiva, habría que decir que es un producto de la madurez, no de la presión.

Se ha vuelto muy común en los últimos tiempos solicitar el concurso de profesores que estén dispuestos a trabajar en un ambiente de presión, en un clima de alta exigencia y sujeto a logros. Es decir, la terminología aplicada en la empresa productiva, donde la alta exigencia es la doctrina fundamental, se ha hecho presente en gloria y majestad en los pasillos y aulas de las unidades educativas. Armónicamente con ello, el concepto de incentivos, premios y castigos, se ha convertido en la herramienta mediante la cual los establecimientos y los trabajadores de la educación, se verán impelidos a perseguir afanosamente los objetivos, si no quieren ser descalificados en la ardua carrera que significa actualmente la educación. Y ya comienzan a apreciarse los primeros efectos, sobre todo en esas unidades educativas que recién se vienen incorporando al mundo de la alta competencia, vale decir, los liceos de selección, sin dejar de lado aquellas escuelitas que luchan denodadamente para escapar de aquella zona tétrica donde titilan siniestros los semáforos rojos. En lo que respecta a aquellos colegios que tradicionalmente han campeado en las mediciones estándar, donde los docentes deben entregar su 24/7, la presión, el control y la exigencia es cosa establecida. Esos mismos maestros, que combinaban su quehacer entre los ámbitos particular y municipal, tenían la oportunidad de escapar a los claustros de los modestos colegios municipales, donde recuperaban fuerza, moderando su ímpetu y celo docente, en virtud de notablemente menor vigilancia aplicada a su quehacer. Pero todo ese “paraíso” hoy parece alejarse definitivamente. Existe un nuevo paradigma. Y este parece determinar que los logros y éxitos dependerían de aplicar la famosa estrategia del garrote y la zanahoria. Es sumamente extraordinario pensar que siglos y ríos de tinta escurridos en formular teorías educativas de la más diversa ralea, hayan desembocado en esta conclusión, es decir, que para generar aprendizajes de calidad, es menester hacerle la vida imposible a los educadores y agobiar a los estudiantes. Los resultados prácticos no se están haciendo esperar: profesores estresados, que sienten que la espada de Damocles se cierne sobre su cansada cerviz; el fantasma del 5% discrecional a manos del director, los hace trotar o correr como alma que viese al maligno; estudiantes que ya acusan signos de agobio y que se desmayan en la sala y deben ser trasladados de urgencia a la unidad médica más cercana; organizaciones estudiantiles (en el liceo y la universidad) que se levantan en pie de guerra para oponerse a los cambios en las reglas del juego, sintiéndose pasados a llevar en sus derechos y dignidad (si para nosotros, los veteranos, tener ocho pruebas en una semana, reemplazar un examen por otro tipo de instrumento o limitar la celebración de un aniversario, no son cosas importantes, entonces “póngase usted un vestido viejo y de reojo en el espejo, haga marcha atrás…”). Nuestra preparación como educadores no es para imponer criterios y buscar nuestra autoafirmación, sino para entender la mentalidad de los niños y jóvenes, ofreciéndoles instancias de formación, las que no solo se encuentran entre las paredes de las salas o en las páginas de los libros. Sin embargo todo esto tiene una explicación. Se ha confundido educación con adiestramiento y la actividad educativa con el quehacer productivo. Lo único válido en la actualidad son los índices que arrojan los instrumentos de medición consagrados por la tecnología y el imperioso afán de estar a la altura de los países de la OCDE.
Pensamos que todos aquellos colegios que tienen talleres u horas destinadas exclusivamente para preparar el Simce o la Psu, deberían ser sancionados por fraude. El éxito en esas mediciones debería ser el producto de un trabajo honrado y acucioso basado en los programas oficiales del Ministerio de Educación. Si no, para qué existen, sería una farsa. Entiendo que la orientación ahora sería minimizar la presencia de estos talleres. Ahora, TODO el quehacer curricular es una enorme y hegemónica preparación para la temida medición. En un colegio del norte, un grupo de excelentes alumnos se rebeló contra el simcismo, exigiendo el trato in extenso de los programas, especialmente en matemática, dejado de lado por el adiestramiento al cual estaban sometidos. Y triunfaron.

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