jueves, 15 de septiembre de 2011

¿En qué momento se fregó el sindicalismo en Chile?



Juan Gajardo Quintana


No cabe duda que en nuestro país el sindicalismo está en crisis. Los años gloriosos de Recabarren, Clotario Blest, Tucapel Jiménez e incluso de Manuel Bustos, quedaron atrás. Las causas de esta situación a la que se ha llegado son muchas. El golpe de 1973, fue decisivo. Sin embargo, diversos y variados elementos posteriores contribuyeron a dar al traste con las conquistas y logros que los trabajadores de Chile habían conseguido con sangre, sudor y lágrimas. Recordemos nomás lo poderosa que era la CUT hasta 1973. Cuán orgullosamente las clases obreras se movilizaban y hacían sentir su presencia en la marcha del país. Todo esto ante la vista escandalizada de la prosapia oligárquica para la cual todo aquello revestía una insolencia que un país decente no podía tolerar. En su fuero interno quizás, muchos suspiraban por el advenimiento de una nueva Santa María de Iquique. Tal como ahora hay voces que claman la acción de los militares para controlar a tanto “vándalo suelto” que no respeta la autoridad. Sumemos también a ello la acción concertada y sistemática de los empresarios para reducir al mínimo y perseguir todo intento que suene a asociatividad al interior de sus consorcios. De hecho, no olvidemos que las propias empresas del primer mandatario han sido señaladas como persecutoras de la actividad sindical. Y sabemos que para ello no se ha escatimado medio técnico ni profesional. El asunto es no dar espacio para que se resienta la “actividad productiva, pos hom…”. Y para rematarla, la propia impericia, inoperancia e incapacidad de los que se han puesto al frente de las organizaciones que deberían representar a los trabajadores. El interés y norte de los que actualmente detentan la imagen de representantes no ha estado precisamente fijado en esa misión. Desde un principio la compulsión ha sido la primacía y la búsqueda de recursos para asentar el poder. La pequeñez y la incapacidad, sumadas a los intereses personales, condenaron definitivamente al movimiento sindical chileno, sumergiéndolo en el marasmo en que lo vemos hoy.
Qué diferente se aprecia este universo en países como Bélgica, Alemania, Suiza y otros, donde el estado de bienestar en que la sociedad se mueve, es el resultado de un sindicalismo poderoso y presente en la plenitud de la vida nacional. Allí los sindicatos son pocos, pero con millones de afiliados. Están sindicalizados los obreros, los empleados, los profesionales, los miembros de las fuerzas armadas e incluso lo están los empresarios.
Esta fuerza poderosa ha logrado crear instancias que significan beneficios irrenunciables para sus representados, acerca de las cuales muchas veces hay que obligar al propio trabajador hacerlas valer. Un empleador, un patrón, en esas naciones no puede excusarse en la ignorancia al momento de atender los derechos de sus empleados o trabajadores. Por cierto, se expondría a sanciones de las que le sería imposible escapar. Por su parte, para que el beneficiario no se vea perjudicado a causa de su desconocimiento de sus derechos, existen agencias especializadas, pagadas por el estado para que intervengan y guíen el proceso en caso de, por ejemplo, accidentes, licencias médicas, cesantía o finiquito. Cabe destacar que la carga sobre el empleador es bastante sustantiva. Si bien es cierto el trabajador debe realizar un aporte para algunos de esos eventos del orden del 12 al 13 por ciento, el empleador desembolsará por ley alrededor del 30 al 40 % del aporte. Sumado a esto, contratará un seguro para cubrir situaciones de accidente laboral. Ciertamente, este ciudadano no deja de lloriquear por ello. Pero la cosa es así y pobre de él que intente burlar su responsabilidad.
Al apreciar esa distante realidad, no cabe más que lamentar y llorar sobre los restos del sindicalismo de nuestra patria y señalar claramente a quienes cargan con la culpa de haber pisoteado los intereses de los trabajadores.

viernes, 9 de septiembre de 2011

Se está arrimando un día feliz




Juan Gajardo Quintana

A estas alturas es imposible que haya alguien acá que crea en la excelencia de la educación chilena. Desde la disposición de la infraestructura hasta el diseño pedagógico se encuentra en tela de juicio. La palabra calidad es el karma que hace pensar, soñar, delirar y disputar a todos los interesados en el tema. Cada cual, desde su punto de vista particular, tiene una definición de cómo entiende la calidad. Sin embargo, en el imaginario colectivo está la visión de un futuro modelo educacional que cuenta con todos los recursos necesarios para su cometido, hasta excelentes perfomances educativas a nivel de aula, generadoras de aprendizajes de alto nivel y de estudiantes con éxito asegurado. Teniendo ese horizonte como fin, cual más, cual menos observa con simpatía (y conveniencia) el desarrollo de las manifestaciones y los entretelones de esta telenovela entre gobierno y estudiantee, incluyendo a muchos que intentan capear de la mejor forma que pueden el temporal , desde apoderados que buscan que sus hijos no pierdan el año, hasta sectores políticos que con calculadora en mano realizan sus escamoteos con el fin de minimizar los daños.
No obstante lo dicho, aspirando cada cual desde su posición a la llegada de ese paraíso de educación de calidad y gratuita para todos, es necesario plantearse un seria interrogante: ¿Cuál será el lugar mío en esa tierra prometida? Como estudiante, profesional de la educación, apoderado, administrador público del sector. La razón para que esta pregunta sea gravitante es simple, pero a la vez fundamental. La bondad o perversidad de los sistemas al final de cuentas está determinada por aquellos que son responsables de su implementación y ejecución. Un corpus legal y administrativo no garantiza nada per se. Es cierto que pueden existir elementos que condenan de antemano al fracaso a algunos modelos organizativos o proyectos sociales y políticos. Por ejemplo, la falta de libertad o una propuesta de democracia protegida, donde los vigilantes terminan convirtiéndose en conculcadores de la vida de los ciudadanos, abortará a la larga cualquier esperanza de desarrollo real. Análoga es la situación con el lucro dentro del sistema educacional. La actividad formativa requiere ingentes gastos, por lo cual la mecánica de una empresa pro utilidad no se entiende en el contexto de la generación de un bien superior, que no está para mezquinar recursos. Pero la sola supresión de estos tipos de inconvenientes y la formulación de modelos en base a principios consagrados por la razón, el conocimiento y el consenso de la mayoría, no garantiza necesariamente la llegada de la felicidad. “Absurdo suponer que el Paraíso, es solo la igualdad, las buenas leyes. El sueño se hace a mano y sin permiso, arando el Porvenir con viejos bueyes”
En consecuencia, el suspenso corre por cuenta de cada uno de los que hoy asistimos y participamos de diferentes modos en este trance histórico. Y a prepararse. Resulta extraño, por decir lo menos, que en todo el discurso que hoy escuchamos, no encuentre cabida (al menos en forma sistematizada) una denuncia clara y directa en relación a aquellos elementos, individuales o colectivos, que han profitado del sistema, dañándolo y convirtiéndose, en definitiva, en una de las causas de la mala calidad y los desastrosos resultados en el ámbito educativo. Por lo tanto, cuidado y a ser coherentes. La llegada de nuevos tiempos es muy posible que tenga el potencial de un “rabo de nube”, que se lleve todo lo feo que hoy enturbia el rostro de la educación, que barra con la tristeza de este Chile o se convierta en “un aguacero en venganza, que cuando escampe parezca nuestra esperanza”.

domingo, 4 de septiembre de 2011

En busca de la trascendencia


Juan Gajardo Quintana

Estas líneas son escritas mientras se cierne sobre el alma nacional un nuevo luto que nos deja a todos con una gran conmoción interior. Gente llena de vida, proyectos y dispuesta a contribuir con sus prójimos necesitados, son detenidos por la implacable naturaleza, que se encarga de recordarnos una y otra vez cuán frágiles somos. En momentos en que disímiles puntos de vista nos enfrentan en un debate, legítimo por lo demás, relacionado con el modelo de desarrollo que queremos para nuestra patria, surge este triste imprevisto que nos impele a tomarnos un momento de reflexión para aquilatar y plantearnos las prioridades de nuestra existencia. Para muchos la vida consiste en el éxito traducido en prestigio, bienes y vida placentera. Y este concepto no es exclusivo de sociedades consumistas como la nuestra, sino que está presente en casi todas las culturas, donde las necesidades básicas constituyen la principal preocupación y, por lo tanto, la resolución de las mismas, si se logra con holgura y amplitud, es signo de bendición y triunfo. Cuando Jesús entregó su mensaje, afirmó que la vida del hombre no consiste en la cantidad de bienes que posee e insistió que no nos afanemos en lo que hemos de comer o vestir. Cuando hablamos del alma humana, no nos referimos necesariamente a algo inasible e inmaterial, de carácter metafísico. Más bien ese concepto dice relación con la misma persona, en su naturaleza compleja, física y psicológica. El alma es la persona misma. Ya hemos meditado anteriormente que la educación humana, que posee múltiples y distintos momentos, tiene un triple rango filosófico, filosófico y social. No es primordial y secundariamente una capacitación para poseer habilidades que apunten a la obtención de bienes materiales. Es el proceso que por definición aspira al desarrollo pleno del hombre y la mujer, abarcando la totalidad de sus facultades y posibilidades. En consecuencia, el proceso educativo es un camino de realización, de autosuperación y desarrollo interior de rango superior. Cuando hace un tiempo se incorporaron en el lenguaje educativo expresiones como destrezas, competencias, competitividad, cliente, producto, se propendió a extraviar a los actores del proceso, del sentido inmanente que posee. Esos son conceptos extraídos del glosario neoliberal, del mundo del mercado. Las leyes del mercado, incluído el lucro, se adueñaron de este ámbito fundamental de la existencia y la productividad pasó a reemplazar el fin último de la educación, que es la plenitud humana. Cabe destacar que la feble preparación de muchos educadores (surgidos precisamente de ese naciente "nicho productivo" aprovechado por institutos y universidades, y no necesariamente privadas estas últimas), fue un ingrediente ideal para que tal "filosofía" fuera abrazada sin mayor resistencia. Se ha afirmado que el mundo actual necesita profesionales eficientes y eficaces, que respondan adecuadamente a las urgentes demandas de la economía globalizada. Los que han defendido esta postura, saben íntimamente que no basta con eso. Por tal razón en el momento de la promulgación de los planes y programas bajo el amparo de la Loce (copia de la Logse española y esta de la legislación análoga australiana, etc...), incorporaron los famosos Objetivos Transversales, que en su planteamiento sustentan las dimensiones que son esenciales a la tarea educativa: el desarrollo de armónico en relación a sí mismo, a la sociedad y a la naturaleza, con un sentido de trascendencia que no se queda en la mera recolección de los recursos para la subsistencia. Otra cosa fue la forma cómo se debían alcanzar tales objetivos, aspecto que se ha venido soslayando hasta hoy. El hecho que colegios de "alto rendimiento", donde los docentes deben trabajar "bajo presión" y los apoderados angustiarse buscando profesores externos para que sus pupilos no sean expulsados, selección arbitraria de alumnos, aranceles en escuelas y colegios, parásitos como los preuniversitarios, universidades que lucran a través de "sociedades espejo" y un largo etcétera, son efectos de tal postura, a nuestro juicio, alejada del sentido básico y central de la educación. Otro efecto más desolador lo constituye el surgimiento de contingentes de individuos con títulos de buen nivel, regulares y malos, que deambulan endeudados, buscando un lugar en el cosmos y algunos mandándose chambonada tras otra, en edificios, puentes y obras viales más construidas. Y lo peor, sin conciencia de su papel en el mundo.