domingo, 26 de septiembre de 2010

El mito al servicio del error

Los mitos son modelos explicativos que surgen de un proceso de concientización casi imperceptible en la comprensión de una comunidad. A menudo tienen una base empírica, es decir, tienen como punto de partida un hecho concreto, experimentado sin mayor análisis por parte de las personas. Basta con que adquiera cierta categoría levemente superior a las ideas que flotan de aquí para allá en las mentes, para que el colectivo los asuma como conocimiento válido y aceptable, útil para explicar o justificar determinados fenómenos y, por ende, conductas y procederes. Y esto es así, porque nuestro actuar depende de los discursos que uno se elabore para sí, o que la sociedad construye para establecer patrones de conducta y cosmovisiones que justifiquen el devenir propio y los avances o vacilaciones en su desenvolvimiento histórico. Entonces, el mito, constituye una entelequia con la cual convivimos y a la que preservamos, porque viene a ser como las columnas que sostienen el entramado gnoseológico, el mismo que nos ofrece un marco de referencia para nuestro existir cotidiano e incluso nuestra noción de trascendencia. Con mayor razón aún le asignamos tal valor, si dichas entelequias poseen un supuesto emanado del ámbito científico, actual diosa inexorable de nuestra vida, y su tabernáculo, la tecnología.
La ciencia que arbitra todo, no solamente los fenómenos materiales caen bajo su jurisdicción, sino que también el comportamiento humano, el que ha sido medido, cuantificado y envasado en fórmulas que lo predicen y convierten en un material susceptible de ser analizado y utilizado de la manera más conveniente en este mercado de la información. Y la última palabra en la investigación científica es la disección que se está aplicando a aspectos que inocentemente creíamos que pertenecían al universo de lo inexplicable, específicamente al terreno de la fe. Algunas líneas de investigación sugieren que fenómenos como los milagros en el contexto religioso, corresponden a hechos explicables dentro de la dinámica de los comportamientos sociales y su interacción con la psiquis, combinación la cual desataría reacciones susceptibles de generar resultados, hasta el momento no del todo precisados, pero que estarían en proceso de serlo.
Ahora bien, como es la ciencia la que ha determinado la cosmovisión de occidente en los últimos 100 años o más, resulta necesario discriminar lo que, como en todo los contextos, lo que es paja molida de lo que es verdadero conocimiento. Obviamente, no podemos entrar en una discusión epistemológica en este lugar, pero es productivo insistir en lo pernicioso que resulta reemplazar saberes producto de milenios de aprendizaje práctico por parte de la humanidad, con descubrimientos que, a pesar de ser adquiridos mediante el proceso científico, suele tener corta duración, producto del mismo avance científico que falsea rápidamente planteamientos que durante un instante fueron considerados admisibles.
Esto en el plano educativo tiene una patente demostración. Desde que USA necesitó competir con la URSS en la carrera por colocar un hombre en la luna, apelando a un modelo educativo cuyo norte era la efectividad, vale decir, el conductismo, han sido múltiples los modelos experimentales aplicados y padecidos por los sufridos educandos. Y qué decir de los educadores, a los cuales se los tamizó con un delgada capa teórica para luego lanzarlos a una cruzada que, vistos los resultados, fue directa al fracaso. Humanismo, constructivismo, sociocognitivismo, teoría de la resistencia, hasta completar un círculo que nos retrotrae a postulados ya presentes en las principios de Platón, Pestalozzi, Decroly y Montessori, por nombrar algunos. Puesto que el modelo de las inteligencias múltiples de Gardner, por ejemplo, es, a nuestro juicio, un compilado de saberes acumulados por la experiencia de miles de educadores a través de la historia. De pronto surge un gurú que ordena en un texto estos conocimientos y se convierte en un éxito de librería. Por lo menos son recopilaciones de ideas interesantes y productivas, y no un manual de “consejos inspirados”, tan en boga entre los desorientados consumidores de bibliografía de poca monta.
En síntesis, los mitos no caen solo en el plano de la irracionalidad, sino que muchos tienen una base supuestamente científica, y por ese prestigio prestado, a menudo estamos pronto a cerrar los ojos a la evidencia, para aceptar preceptos cuyos nefastos resultados después son irreparables. Precisamente es la razón la que nos indica que no hay que desechar lo viejo por lo nuevo, por el mero hecho de la novedad, sino recordando que tanto los tangibles como intangibles que ofrece el mercado actual, han sido diseñados para ser desechables, respondiendo a la necesidad de la dinámica consumista. Por el contrario, ese conocimiento arribado luego de largas e incluso penosas vicisitudes, son como las obras de arte y los muebles finos, que han sido labrados lentamente y con exquisita dedicación.

Juan Gajardo Quintana

Su propina es mi sueldo

Las manos despellejadas de una joven estudiante me trajeron a mi horizonte mental una serie de ideas no muy alegres. El estado de esas manos no era precisamente porque hubiese estado preparando mote con lejía. Era el producto de su trabajo como empacadora en uno de los tantos supermercados que pueblan nuestro largo territorio. De tanto amarrar y cortar pita de polietileno, ya ni siquiera podía tomar un lápiz y dedicarse a lo que le corresponde de acuerdo a su edad: el estudio. “Fue su opción”- podría decir alguien, parodiando a un administrador municipal de hace algunos años, refiriéndose al trabajo abnegado de la presidenta de la Sociedad Protectora de Animales de Linares. Posiblemente sea producto de su deseo de ganar algunas monedas. O la necesidad. Tal vez la instigación de padres con nociones particulares sobre lo que es la responsabilidad. El hecho es que una persona sin edad para laborar con todos los derechos inherentes a un trabajador, realiza una faena que le quita tiempo a sus legítimas aspiraciones de futuro. Y todo a vista y paciencia de una sociedad que demasiado ha hablado sobre el trabajo infantil, pero que fiel a los requerimientos del mercado, no se quiere pronunciar como debiera. Porque estos jóvenes -y adultos- que se desempeñan en esas tareas, son mano de obra gratuita, según entiendo y he podido constatar por sobrinos que por ahí se han desempeñado. En los almacenes y tiendas tradicionales, a esas que me llevaba mi padre cuando pequeñín, el personal, e incluso el dueño, se dignaban, y todavía lo hacen, envolver o envasar la mercadería. Según la filosofía actual, no es el personal del establecimiento quien lo hace, sino “agentes externos”, a los cuales el cliente debe cancelar-cuando se le antoja- el servicio prestado. Además, según me dijeron algunos “beneficiarios” de esta franquicia laboral, deben cancelar una mesada por ganarse el derecho de desenvolverse en la faena. Es la novedad más novedosa. Para que no se piense que se está explotando a la infancia ahora, se privilegia a estudiantes universitarios, de acuerdo a esas mismas fuentes, los cuales deben hacerse presente con una suma mínima que les garantice su “estabilidad” durante un período de tiempo. Interesante, ¿no? No he ido a entrevistar a los creadores de esta genialidad, tampoco a sus implementadores. Repito lo que los jóvenes, alegremente, me han revelado. Pero me preocupa, sí, me preocupa. Que se lleve a ultranza la máxima de que ”habiendo una necesidad, surge un mercado”.
Padres, educadores, autoridades, empresarios y los mismos imberbes trabajadores, participan de una mesa que no tiene la misma disposición de manjares. La fuente de fritangas está más cerca de unos que de otros. Muchos se quedan con el tenedor vacío en la mano o picoteando los últimos bocadillos que nadie aprecia. Y con la llegada de estas insignes fiestas que los hijos de la Patria esperamos con ansiedad, se siente más la urgencia de contar con algunas monedas y de allí que para muchos no existe el descanso, sino una desenfrenada carrera por reunir algunos céntimos que gastar en un frenesí vertiginoso que no sé si deja algún regusto agradable después de terminada la bacanal.
Hay que reconocer que la pujanza de la economía chilena se refleja en el desarrollo del comercio detallista, y en particular en los malls y supermercados, donde la capacidad de consumo de nuestros ciudadanos tiene su máxima expresión. Los rostros de los consumidores se ven radiantes cuando llenan sus carros o sus canastas, y qué decir los fines de mes con todo el magisterio haciendo sus pedidos. Es en estas ocasiones cuando nuestros héroes se disputan un lugar junto a las cajas y, por lo general, no salen defraudados. ¿Y de qué, entonces, nos podemos quejar? La verdad es que de buenas a primeras, de nada. Porque a corto plazo, todo es risas y congratulaciones, como en la mayoría de las situaciones. Sin embargo, casi siempre las francachelas tienen su efecto secundario que no quisiéramos. Y en el caso que discutimos, la virtud provoca acostumbramiento y terminamos asumiendo una realidad que no es normal o aconsejable. Podríamos incluso hablar de un mercado laboral informal, con la complicación que atañe a niños y jóvenes, que son los que más necesitan protección, pero que en esas condiciones experimentan la mayor falta de ella. La enorme contribución de estas empresas al mercado laboral es algo loable y que nadie discute, pero precisamente porque tienen esa enorme capacidad, tanto creativa como de gestión, es que uno espera que arriben a alternativas más apropiadas a la hora de ofrecer una oportunidad de trabajo.

Juan Gajardo Quintana

lunes, 6 de septiembre de 2010

Opiniones que valen

Juan O. Gajardo Quintana

Todos, o casi todos, conocen la sentencia según la cual “hay que tomar las palabras según de quien vienen” y, cual más, cual menos, la ha hecho suya, especialmente cuando se trata de salvaguardar su dignidad o de solapar algún orgullo herido. No deja esta frase de poseer un inflexión despectiva, en el sentido que habrían algunas personas cuya opinión o aseveración acerca de alguna materia, persona u otro aspecto de la realidad, no avalarían con su condición la calidad de lo expresado. La operación, entonces, consiste en asociar el valor del juicio emitido con las características, posición o situación del emisor. De esta forma, habrían individuos a los cuales no es menester prestar atención en virtud de sus particulares condiciones, las cuales desmerecerían su opinión ante su receptor. No obstante, sabemos que el lenguaje es mucho más de lo que se dice y en su complejidad esconde intenciones, formas de ver la vida, debilidades, carencias, etc.. Por otra parte, la volubilidad del mensaje verbal no estriba solo en su configuración al ser emitido, sino también, tanto o más, en la forma en que es recibido, en cuya estructura confluyen capacidades, limitaciones, prejuicios y temores, entre otros elementos. De esta forma, la aserción que encabeza este artículo, tendría su necesaria complementariedad en el proverbio ese que dice que “no hay peor sordo que el que no quiere oír”. Este tipo de sordo no quiere o no puede descifrar el mensaje. De ahí que cierre el entendimiento y se parapete en el cómodo aserto de “tomar las palabras según de quien vienen”. Aquellos mensajes, verbales o en el código que sea (icónico, como en la pintura o el cine, por ejemplo), cuando no se está en condiciones de ser “entendido” o “aceptado”, producen en el receptor una reacción que puede ir desde la simple indiferencia hasta la agresividad más franca. Esto es válido a todo nivel. Desde la diplomacia, pasando por los ámbitos de las artes o en el llano mundo de las conversaciones cotidianas. La resistencia a los mensajes “inaceptables” o “ininteligibles”, está en la raíz del fracaso de muchas iniciativas que pudieran haber tenido beneficiosos efectos de haberse entendido o aceptado. Como dijo un gran lingüista danés, las guerras tanto entre las naciones como en el terreno de amor, han tenido siempre una raíz semántica. No obstante lo dicho, no todo, al menos para mí, es tan gratuito o “simple”, si cabe este calificativo en el contexto de los intrincados fenómenos lingüísticos. Yo creo firmemente que si la democracia permite, autoriza y promueve la emisión de opiniones, el sentido común, la prudencia y aún la conveniencia, aconsejan no abusar de este derecho y aún más, debería estar restringido por la buena educación en la mayoría de los casos. Esto debido a una concepción muy simple: la opinión que no está fundada en datos aportados por la razón, la experiencia, el conocimiento o la sabiduría, es del todo prescindible y hasta peligrosa. Cuántas fortunas, prestigios y hasta vidas humanas ha costado el poner oído a las vanas palabrerías pronunciadas teniendo como fuente la ignorancia, el capricho o la malicia de determinados individuos o amparadas por la opinión de la mayoría, cuyo sustento ha sido el “todos los dicen” o el falso sentido común, que es escasamente común en nuestras comunidades en las que nos tocó nacer. Y cuán propensos son los individuos a emitir opiniones gratuitas, sin el menor escrúpulo ante la carencia de bases válidas y sostenibles. Para complementar el vicio, se suma el prurito de oír y oír, cuanta afirmación salga de los íconos comunicacionales del momento, sin discriminar si el sujeto es merecedor de la atención, merced a sus antecedentes y pergaminos. Y existiendo una necesidad, surge un mercado. Y como resultado una explosión de ofertas de opinólogos al por mayor, en su gran mayoría personas cuya insulsez e indigencia cultural o intelectual, los hace, por arte de la contradicción propia de la cultura de las masas, meritorios y acreedores de la atención de estas. Puesto que así como se es indolente para emitir, esa cualidad se repite al recepcionar los mensajes. Si el enunciado exhibe el menor atisbo de complejidad, inmediatamente es desechado como algo oscuro y digno para la cátedra, donde será nuevamente resistido y finalmente morirá de inanición como los dioses del panteón egipcio, famélicos por la carencia de devotos. En fin, así como por lo general, somos flojos para pensar y construir mensajes con sentido, también los somos para escuchar y decodificar, inferir o interpretar la información que llega a nosotros y esto lo sabe gente más lúcida que ha hecho de la manipulación de la conducta de las masas, una verdadera y efectiva ciencia del comportamiento humano.