viernes, 25 de noviembre de 2011

El sabroso pan que nos falta



Juan Gajardo Quintana

Ante una vieja fotografía en la que aparece una feliz pareja de esposos posando junto a sus retoños, un buen amigo observa sus atavíos y realiza disquisitivos comentarios. “Cuánta identidad”, observa.
En el grabado, un garboso caballero en su impecable traje, sentado junto a su joven mujer, elegante y aristocrática en su actitud, con un niño en su regazo, en tanto dos pequeños de distinto sexo, se acomodan a sus pies en actitud ingenua e interrogante. Los personajes corresponden a una familia sureña de mediados del siglo 20, instalada en un paraje rural, habida cuenta de los zarzales a sus espaldas y el polvoriento sitio donde acomodan sus pies. Es llamativa la manera como han construido el conjunto con la conciencia clara de que serán inmortalizados por el lente. Nótese el pañuelo en el bolsillo pectoral y el traje a la medida del señor y su actitud de solvencia. La dama irradia satisfacción y sentimiento de complacencia. “Evidentemente, son personas de campo, que no necesitan ni manta ni sombrero para sentirse dueños de su ser”, precisa mi amigo. Concuerdo con él, porque es notable el espíritu que proyectan en su estampa, denotando convicción y posicionamiento. Es decir, parecen decirnos que ellos saben quienes son. “Se han dispuesto para una ocasión especial”-insiste mi contertulio, - “Se identifican plenamente con la imagen que proponen”.
Han pasado 52 años desde que mis padres se fotografiaron para esta ocasión. Mi progenitor renunció a nuestro mundo en 1997. Mi madre adornó esta tierra hasta el reciente lunes 21 de noviembre. Detrás dejaron generosidad, esfuerzo y quilos de autenticidad. Él fue obrero, cuyo sueldo modesto se expandió milagrosamente para educar a sus ocho hijos, de los cuales la mayoría es profesional. Ella fue una mujer exitosa. “¿Ejecutiva o empresaria?”, preguntarán ustedes. No, nada de eso. Se puede ser eso, con una vida hecha un desastre. Benedicta crió a sus hijos, su matrimonio fue para toda la vida, esparció alegría y paz a los cuatro puntos cardinales (literalmente, con sus palabras y su actividad epistolar), amó, fue amada. Hoy que este mundo ya no goza del privilegio de tenerla, acudo a su imagen para rescatar valores como la transparencia, la tolerancia, la inocencia frente a la malignidad que nos acecha cada día. Habiendo atravesado prácticamente el siglo 20, siempre dijo que el mejor gobierno había sido el de don Pedro Aguirre Cerda, opción que indicada su concepto de una buena administración: la acción educativa, para la cual siempre mostró disposición, heredada de su madre. Exactamente, vivió las vicisitudes de esa centuria, envuelta en el manto de su vocación por arropar con ternura a lo que consideraba lo más vulnerable, la niñez. De esto dan fe sus hijos y la cantidad de sobrinos y nietos que disfrutaron del pan salido de sus manos. Pan que no solo fortaleció a los de sus sangre, sino que alcanzó las ávidas manos de quienes no lo eran.
Por lo general, la sencillez y devoción por los valores prístinos de la vida humana, no son aclamados por aplausos estrepitosos, pero constituyen los eventos fundacionales de la existencia. No son los grandes líderes y políticos quienes los sostienen, sino las espaldas abnegadas de madres, esposas y hermanas que traslucen sueños como los de Benedicta Quintana Barrales.

viernes, 11 de noviembre de 2011

¿De qué vale saber?



Juan Gajardo Quintana

Un amigo me hizo el siguiente cuestionamiento: Si ni tú o yo podemos influir en las condiciones que afectan a las grandes masas, ¿qué caso tiene opinar y discutir al respecto?
Si en nada puede influir lo que pensemos y digamos en materias, como por ejemplo, la tasa de interés que uno termina pagando en un banco por un crédito de consumo, los cobros excesivos de la cuenta de la luz, del agua, del teléfono o del gas, la cuenta de supermercado que pagamos mes a mes, la rentabilidad de nuestros fondos de pensiones, el valor del plan de la isapre, los intereses que le cobra la multitienda cuando se tiene que comprar ropa o algún electrodomésticos, las duras condiciones que le colocan al emprendimiento, el precio del pasaje de bus o de avión, el porcentaje de peces que queda disponible para los pescadores artesanales, la parrilla programática de los canales de televisión, la línea editorial de los principales medios de comunicación escrito, el arancel que se paga en una escuela o universidad, los jugadores que contrata nuestro equipo de fútbol favorito y por supuesto, la posibilidad de tener educación y salud pública universal y de calidad a través del pago de los impuestos. Menos aún en la política cambiaria, las relaciones internacionales, la distribución de la riqueza, el cálculo del PIB, etc., etc., etc..¿para qué darle tantas vueltas al asunto y gastar saliva, haciendo una gárgara sin fin?
Y pensándolo así, de buenas a primeras, es una observación muy pertinente. Y toca la casualidad que es exactamente la misma objeción que nosotros hemos hecho a los apocalípticos profetas que aparecen en la televisión denunciando conspiraciones y contubernios que, de solo escucharlos, nos indignan y nos preguntamos cómo no hay alguien que nos salve de aquellos malvados. Exactamente, de qué nos sirve conocer tales desmanes, si lo único que podemos hacer es dejar que el cataclismo nos caiga encima, como les ocurre a las hormigas, baratas o termitas cuando son rociadas por el infernal insecticida.
¿Qué utilidad nos significa conocer que la riqueza y éxitos macroeconómicos poco o nada representan para el obrero, el funcionario, el operario, en suma, para el asalariado? ¿O bien, que el poder siempre estará en las manos de los mismos, en lo económico, político y social?
¿Sirve para alguna otra cosa que decepcionarnos cada día del mundo que nos tocó vivir?
Estas preguntas son válidas, en primer término, para todo orden de cosas. ¿Vale la pena saber? El ser humano, esencialmente, quiere saber. El conocimiento es un privilegio y un derecho humano. Jamás podré cambiar la historia, por ejemplo, pero deseo conocerla y explicarme el por qué del presente. Por más que el imperio del saber también esté en manos de una casta privilegiada, existe una masa presionando debajo en procura de la parte de la ración que le corresponde. Por otra parte, suponemos que nadie en su sano juicio, deja de aspirar alguna vez a explicarse las causas de por qué se siente tan jodido. Las cosas no son casuales, son causales o efectos de otras causas.
En definitiva, el saber genera conciencia y la conciencia acción. Sin esta premisa, la monarquía absoluta, jamás hubiese desaparecido.