domingo, 1 de agosto de 2010

Directores en la mira

Cualquiera sabe que la dirección de los establecimientos educacionales ha sido tradicionalmente un cementerio de elefantes. Los educadores, después de una larga y sacrificada carrera, eran considerados suficientemente aporreados como para tomar un merecido reposo en una oficina un poco más confortable que una sala de clases. Y si de paso, su presencia allí significaba algún aporte al proceso educativo, aunque sea como fruto de la experiencia, nos podíamos dar por felices. Así, nos acostumbramos por décadas a la imagen adusta, aunque bondadosa del director enfundado en un rígido y severo traje oscuro o la maestra que con mano firme, pero maternal señalaba a los alumnos y alumnas (como se usa decir ahora), aspectos vitales y trascendentes como el nudo de la corbata o el largo del uniforme. Todo esto adornado, además por el halo de sabiduría y comprensión que confirmaba la blanca aureola de canosa respetabilidad. Los tiempos cambian, también los arquetipos, pero determinadas cuestiones perduran inclaudicablemente. Tal es el caso de los fines de la educación que, antes como ahora tienden a lo mismo: la realización de las plenitudes humanas. Pueden variar determinados objetivos conforme a las nuevas visiones y necesidades sociales, como por ejemplo el perfil de hombre o mujer que la sociedad requiere para su consolidación y funcionamiento. Ayer el ideal era una persona culta y universalista, hoy el énfasis están en las competencias necesarias, habilidades prácticas y funcionales, para desempeñarse productivamente. Pero el trasfondo sigue siendo el mismo: la inserción del sujeto en el entramado social, de acuerdo a las expectativas de la comunidad, en su sentido amplio. Otra cosa que al parecer no ha variado, es precisamente, identificar los lustros trajinados por el individuo, con la sapiencia inherente al paso de los años. Pero esto es un fenómeno que perdura solamente en el ámbito educacional, pues en el feroz mundo empresarial, productor de bienes y servicios, los años no cuentan, sino todo lo contrario: la energía y versatilidad de la juventud es lo primordial. Se menosprecia, por tanto, todo lo que huela a tradición, a espíritu cancino y analítico, sinónimo de lentitud y anquilosamiento.
Sin embargo, la preferencia en lo educativo por lo venerable, también ha experimentado algunas novedades. Ya no basta exhibir un recorrido vital significativo; es necesario avalarlo con hermosos y onerosos (así, rimado) cartones expedidos por las numerosas universidades e institutos que explosionaron en Chile en las últimas décadas. Porque el ritmo de trabajo en nuestra nación permite que los docentes mientras realizan su accionar educativo, tengan tiempo de acceder a postítulos y post grados a destajo. Caso único en el mundo, ya que en países con niveles superiores de logro, los maestros son becados y abandonan el aula durante el período de su perfeccionamiento. Por otra parte, en esas naciones no se han hecho necesarios tantos másteres, sino expertos en realizar la tarea en la sala de clases: planificadores, docentes de aula y evaluadores.
Volviendo a nuestro objeto del comentario de hoy, los nunca suficientemente bien ponderados directores, quizás ya no tan rodeados de la plateada aura merced a las maravillas de la cosmetología actual, pero igual de respetados y quizás temidos, producto de la inamovilidad de un lustro, cinco años, que le brinda la normativa vigente. Al Ministro de Educación le preocupa sobremanera el cometido de estos líderes educacionales, pues está suficientemente investigado que un competente titular de una unidad influye decisivamente en los éxitos de la gestión educativa. Y los resultados que conoce el país no son buenos. Menudean, por otra parte, las opiniones de profesores que declaran las dificultosas o nulas relaciones con su superior jerárquico, la prescindencia de este de la opinión de los cuerpos técnicos del colegio y la notoria lejanía con alumnos y apoderados. Es cierto, asumir la dirección de una entidad a la cual, por lo general, se arriba como un recién llegado, resulta a veces, toda una aventura. Error común es querer realizar cambios drásticos, cuando la prudencia recomienda observar, conocer primero, hacerse asesorar por las entidades legítimamente constituidas en la estructura organizativa y concitar el apoyo y consenso de los dirigidos. El problema, por contraparte, que se presenta cuando el líder surge de las mismas filas, es previsible: cierta reticencia o pudor en imponer autoridad y subsecuente desemboque en la inercia. Común y comprensible, considerando la debilidad de la naturaleza humana, es que el líder caiga en una actitud de autodefensa, rodeándose de aquellos que le deparan simpatía y que a la postre se convierten en un poder a la sombra, a favor del cual el pobre sujeto se ve conminado a gobernar. Y esto, mis amigos, es más común de lo que quisiéramos, según se puede constatar en la experiencia de muchos y sufridos maestros y en el paupérrimo rendimiento de los equipos educativos de los colegios públicos a lo largo de nuestro territorio. La preparación especializada, entonces, se hace perentoria. No para que investiguen o pretendan realizar tareas a nivel macrosistémico, sino con el fin de atender de manera eficaz los heterogéneos desafíos del centro bajo su responsabilidad. Finalmente, queda solo por agregar que los dotes de líder no se adquiere con un arancel mensual. La lucidez, la empatía, la visión estratégica, la capacidad organizativa y un profundo espíritu de equipo, son cualidades que se pueden perfeccionar, pero no surgen mediante unos cuantos semestres académicos.