martes, 14 de diciembre de 2010

Nosotros, los decentes

Juan Omar Gajardo Quintana

¡Dale, nomás...!
¡Dale, qué va...!
¡Que allá en el Horno
nos vamo’a encontrar...!

Enrique Santos Discépolos “Cambalache”

Como frente a la mayoría de las catástrofes que no nos tocan, nuestra actitud ante el infierno vivido por los reclusos de la torre 5 de la cárcel de San Miguel, ha sido de escéptico estupor, pues lo consideramos un tipo de tragedia del cual estamos a salvo, y que nunca probablemente nos tocará. Acto seguido, enderezamos el lomo, nos acomodamos el nudo de la corbata (real o virtual) y nos sentimos moralmente satisfechos de no pertenecer a esa ralea que purga justamente sus crímenes y deudas con la sociedad. Incluso llegamos a pensar que más allá de la justicia humana puede estar operando una providencia superior que vela por las personas decentes, como nosotros, para que el mal disminuya o se debilite hasta hacerse invisible a nuestros ojos. Cual más, cual menos, concluimos, de los que están tras las rejas, son seres que no merecen el trato con los hombres y mujeres cuya hoja de vida está límpida e impoluta.
Este razonamiento nos provee de una calma espiritual que nos permite dormir con la conciencia apaciguada y dispuestos a dar rápidamente vuelta la página, esperar que las autoridades hagan su trabajo y los políticos disputen culpándose mutuamente de cada emergente desastre actual o por venir.
Como ciudadanos ejemplares, preferimos olvidarnos que quienes infringieron la ley, lo hicieron contra preceptos escritos y consagrados en códigos explícitos, sancionados y promulgados y supuestamente conocidos por todos los miembros de la comunidad. No queremos pensar que existen también códigos no explícitos, tanto o más importantes que los anteriores, los cuales violamos continuamente, muchas veces por omisión, pero en innumerables oportunidades con la intención tácita de obtener algún provecho mezquino, o simplemente causar un daño a personas que no son de nuestro agrado, o que consideramos obstáculos en la carrera hacia nuestros propósitos privados, nacidos del egoísmo y la codicia (motores del sistema capitalista, según Adam Smith). Sin embargo, quienes sufren en sus celdas, pagando con dolor y aislamiento su daño contra la sociedad, podrían incluso sentirse menos culpables al pensar en aquellos que, sin siquiera recibir la condena social, privan a su prójimo de bienes tan preciados e imprescindibles como la honra, el trabajo, la salud e incluso la vida con sus acciones o descuidos. El prestigio, la buena fama de un individuo, es un bien tan necesario como frágil, pudiendo sucumbir mediante la maledicencia y la calumnia, disimulada en celo moral o probidad administrativa, provocando un verdadero asesinato social. Recuerdo que hace poco tiempo una importante autoridad de nuestra zona, sucumbió a las acechanzas de sus rivales políticos, contrayendo una grave enfermedad que lo llevó finalmente a la tumba. Hay crímenes cuya importancia no está en la ejecución material del mismo, sino en el elemento fermentado en el ámbito de la conciencia, aspecto el cual difícilmente lo puede determinar la justicia. Igualmente es difícil comprender cómo puede mantenerse dichoso consigo mismo aquel sujeto que, investido temporalmente de autoridad, pervierte las relaciones con sus subordinados, sometiéndolos a un ambiente de trabajo a tal extremo estresante o desolador, que arruina no solo su vida funcionaria, sino además su relación familiar y la satisfacción consigo y con quienes le rodean. Cuanto más cuando aquel superior se solaza maquinando junto a quienes ha convertido en sus favoritos, celadas y ultrajes en contra de quienes tienen el infortunio de suscitar su antipatía.
Para qué hablar de aquel ciudadano al que la sociedad ha encargado la salud y el bienestar de sus integrantes. No es menos criminal descuidar el buen trato a un enfermo, que por su labilidad está expuesto a los efectos inmediatos de una acción inadecuada de quien debe protegerlo. ¿Cuántos casos hemos conocido de personas que hubieran seguido viviendo de no ser por un exabrupto de sus custodios?
Para quienes no hemos pisado los tétricos pasillos de una cárcel, la responsabilidad es mayor y la línea divisoria, moralmente hablando, muy tenue.

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