jueves, 10 de marzo de 2011

SOS en la precordillera

Juan Gajardo Quintana





Los cerros de la precordillera de Linares están quedando pelados. Es por lo menos que hemos podido apreciar en el sector Cajón Vega de Salas. La erosión, producto de la deforestación, ya muestra importantes avances muy cerca del camino que conduce al interior de aquellos parajes. Montículos completamente lavados por las precipitaciones y austeros páramos que se yerguen cual fantasmas a plena luz del día. Y pensar que herramientas para mitigar, detener o controlar tal desastre existen, pero los propietarios de aquellos terrenos no las han utilizado, ya sea por ignorancia, tozudez o mala comprensión de lo que significa hacerse asistir por las entidades competentes. Más aún, supimos que una escuela de aquellos parajes, liderada por su profesor encargado y con el apoyo de CONAF, había propuesto un plan basado en la reforestación a escala para contribuir a detener la erosión, pero que los propietarios de esos suelos lo “desestimaron”, quizás previendo misteriosas y aviesas intenciones de parte de los bienintencionados miembros de aquella comunidad educativa. Todo esto me llevó a reflexionar que el tan cacareado apego a la tierra de nuestros lugareños no es tal, desde el momento que la abandonan a su suerte, esperando tal vez que llegue algún capitalista foráneo que les dé algo que ellos consideren buen precio, con cuyo monto tener tiempo y recursos para ir a divertirse a la ciudad o terminar los años tranquilamente en alguna casa de subsidio unificado dentro del radio urbano. Lamentablemente es así, aquí y en la quebrada del ají. Por eso es que no nos deja de admirar la acción de los últimos pioneros que hacen patria, luchando en contra de la desertificación de nuestro territorio, fenómeno que se traduce en la emigración desde esos prístinos parajes por parte de la población, conversión de suelos vírgenes en plantaciones de pinos o factorías, o simplemente en el olvido y abandono de aquellas tierras. ¿Y quiénes son esos últimos adelantados? Los profesores rurales, obviamente. Muchos de ellos, cuando egresaron de sus unidades de formación, no quisieron repetir la historia de cientos de jovencitos que prefirieron la comodidad de las unidades educativas citadinas y partieron a cumplir una tarea que los obligó a multiplicarse en sus funciones: como educador, guía comunitario, gestor cultural y enlace con la civilización. La entelequia llamada Patria y los valores adyacentes, se mantuvieron vivos gracias al accionar de estos verdaderos apóstoles que, por un jornal se dieron a la tarea antes descrita. ¿Ha tenido éxito su afán? En parte. Muchos niños han bajado de sus antiguos reductos y se han realizado en la urbe. Muchos otros se han quedado en sus subculturas rurales, pero con un espíritu un poco más iluminado por el saber y la inteligencia. Se les ha enseñado a querer y valorar su cultura. Pero, después que al aprecio por lo que es suyo despierta, algunos descubren que su comunidad se ha debilitado por el peso de los acontecimientos. La autoridad en diversos lugares y momentos no ha logrado comprender la importancia de mantener la existencia de las comunidades rurales y le ha restado recursos al quehacer de los esforzados educadores. Las reflexiones hechas al nivel más alto del pensamiento político-estratégico de todos los gobiernos, ha llamado la atención acerca de la importancia de lograr la supervivencia de las comunidades rurales y, por ende, conceptos de conectividad, economía sustentable, modelos de desarrollo sostenible, etc., van y vienen de un escritorio a otro. Pero otra cosa es ponerlo por obra. El aprecio por la existencia de estas entidades sociales se ha visto bombardeado también por el tráfago de los capitales y los negocios, que suponen que más allá del aprecio por lo que nos identifica, está la necesidad de un buen pasar inmediato, olvidando la trascendencia que significan las generaciones venideras. La desafección de la gente por su tierra, es algo que se palpa, y explica, entre otras cosas, el empuje de los inversionistas para intervenir la naturaleza a cambio de tres o cuatro monedas.

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