jueves, 24 de marzo de 2011

¿Seguiremos con la misma cueca?



Juan Gajardo Quintana

El aprendizaje es un proceso activo en que el educando utiliza lo que recibe del medio ambiente a través de sus sentidos y construye significado partiendo de este.

La reconstrucción del conocimiento constituye una de las doctrinas básicas de la pedagogía actual. Consiste en que el alumno repase en inversa los procedimientos a través de los cuales se ha alcanzado un saber. Esto conlleva un ejercicio por parte del estudiante de creatividad, imaginación y descubrimiento. Por lo mismo, implica que el maestro disponga una situación de aprendizaje adecuada para que se desarrolle este proceso. Vale decir, tendrá que abandonar el pensamiento que el conocimiento está asumido y que el único paso es traspasarlo a los alumnos. Esto, por favor, que es algo terriblemente nefasto para el aprendizaje y su práctica, todavía llevada adelante con entusiasmo por el 80 y tanto por ciento de los profesores, explica en gran parte el hecho que los jóvenes y adultos actualmente demuestren ineficacia tanto en el saber como en el hacer. Una investigación realizada hace dos décadas por el programa de investigación educacional Mind, demostraba que en nuestra patria los alumnos no aprendían poco, sino que el aprendizaje era absolutamente nulo. Obviamente “sabían” escribir, anotar materia, replicar ejercicios, pero resolver problemas, interpretar la realidad, realizar pronósticos o inferir resultados, conductas que son, en definitiva signos de capacidades verdaderas, prácticamente eran inexistentes. Por otra parte, aquellas habilidades superiores que son reconocidas actualmente a través de los llamados “objetivos transversales”, son prácticamente invisibles en el enfoque práctico actual. Solo sirven para llenar un casillero en las planificaciones. Es imperioso darse cuenta que aprendizajes relacionados con la convivencia social, resolución de conflictos personales, desde amarrarse los zapatos hasta saber convivir con el prójimo y sortear las vallas que nos impone la vida, corresponden a los desafíos de la educación en el verdadero sentido de la palabra. Veo, sin embargo, con espanto y horror, como en este momento, merced al desprestigio de la profesión docente y el sentimiento de persecución que acomete a estos profesionales, los cuales sienten como el dedo acusador de la sociedad entera los apunta, que cualquier intento por sacudirse de las estrictas normas de una clases “ideal” (alumnos quietecitos, clase monolíticamente programada, una pauta estudiada en sus mínimos detalles y prescripciones de parte del docente que deben ser inviolables) para dar paso a la libertad creativa, a la ejercitación y la experimentación, cambios de escenarios de clases, como asimismo a la interacción con otras disciplinas del saber, constituye un intento peligroso para quien quiere ser evaluado de acuerdo al ojo avisor que todo lo controla desde arriba y desde los costados. Recuerda, colega, que el director te está observando y te puede incluir dentro del fatídico 5%. El maestro debe ser todo sonrisitas con sus superiores jerárquicos y se mantendrá a flote. Además deberá llenar pautas informativas diseñadas por expertos, en los famosos consejos técnicos que harán las delicias de los jefes de UTP. Esperamos sin mucha convicción que eso se verá reflejado en las competencias que exhibirá el educando al término del proceso. Pero al parecer, eso poco importa, porque en el ámbito educativo se trabaja a mediano y largo plazo y si como educador la embarré, esto no se sabrá por parte de la sociedad sino en dos o tres lustros más adelante. Para eso está el SIMCE, me dirá alguno. El tema es que los resultados de estos tests no son vinculantes respecto del cometido de cada docente en particular o de cada departamento de asignatura. Tampoco, hasta el momento, sus resultados se han traducido en un debate serio y profundo a nivel de las unidades educativas. Ya está bueno que cambiemos el ritmo y la melodía, porque hasta el momento es la letra de la canción tan solo lo que ha variado.

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