sábado, 31 de diciembre de 2011

Recuento




Juan Gajardo Quintana

El círculo, la figura perfecta, donde cada punto de la circunferencia está a la misma distancia de su centro. Se dice que todos los cuerpos celestes tienden a la línea recta, pero cuando son atrapados por la gravedad de un cuerpo mayor, quedan librados de su destino eterno y se circunscriben a la misión de girar infinitamente en torno a su amo y señor, adquiriendo así un sentido de existencia. Por eso es que todos los ceremoniales y cuanto hay de simbólico tienen como referencia a esta figura, cuya epifanía son los astros, sus órbitas, la madre tierra, los ciclos naturales e incluso el devenir humano, tanto social como personal. Cuanto hacemos obedece al concepto del eterno devenir, el eterno retorno. Estaciones, ciclos vitales e incluso hábitos domésticos. Empezamos nuestra vida dependiendo de los demás y la concluimos igual. Emprendemos el año dándonos abrazos de buenos deseos y lo terminamos de la misma forma. Nos alegramos que se vaya el viejo y que venga el nuevo y así ad aeternam. Son los rituales que nos impone la existencia, el ser en el tiempo y la certidumbre que la eternidad también es un círculo cerrado, del cual nos es imposible escapar.
La última noche del año, cuando nos sentemos en círculo alrededor de la mesa, consideraremos cuánta alegría nos deparó ese corro de personas amadas, pero también cuánta zozobra implicó su existencia, cuántos desvelos y preocupaciones, por el solo y grandioso hecho de que son nuestros amados. Por otra parte, habrá tristeza porque en esa cadena faltará un eslabón que el año que se va se permitió rompielo. Pensaremos, entonces, con esperanza y resignación, que algún día también nosotros emprenderemos ese camino, rompiendo el concepto del círculo y recuperaremos el impulso inicial, que en realidad era el proyecto primigenio, para sumarnos a las miríadas de estrellas que van desenlazadas en infinita línea recta tras el propósito final.
Luego de rodear el cuello de nuestros familiares y amigos, en un círculo de afecto y deseo profundo de tenerlos cerca, deberemos desenlazarnos para que cada uno quede a su merced buscando su propio centro de gravedad.
Ya, al otro lado del umbral, contemplando el rostro alternativo de Jano (según los romanos el dios de las puertas, los comienzos y los finales), ya pensaremos que el fenómeno vivido solo fue un sueño del que tan solo cabe despertar.

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