domingo, 18 de julio de 2010

“¿Desperdiciar en los animales, habiendo personas que necesitan?”

A quienes he oído expresarse de esa forma, les he preguntado, y les pregunto ahora, cuántas veces han metido la mano en su bolsillo, para solucionarle la vida, o parte de ella, a un prójimo. ¿No es cierto que resulta más fácil esperar que los demás lo hagan, haciéndole una finta al necesitado, o esperar que todo se solucione echando mano a las arcas públicas?

Pero lo cierto es que el problema está, por mucho que miremos hacia otro lado. Los animales han coexistido con la especie humana por milenios. Más lejos o más cerca, pero allí están. La lejanía o la cercanía ha dependido en parte de nosotros, pues hemos estimulado su domesticación para servirnos de ellos, en tanto que las poblaciones de animales silvestres han experimentado drásticamente nuestra acción “civilizadora”.

La civilización comprende, entre otras cosas, hábitos alimenticios, y esta adaptación cultural tiene su origen en necesidades naturales. No somos autótrofos, es decir, no tenemos la capacidad de fabricar nuestro propio alimento como lo hacen las plantas, eso nos obliga a devorar a otros seres. Y como no nos basta con los vegetales, para complementar nuestra ración de proteínas, debemos recurrir a nuestros camaradas del reino animal. Es inevitable que esto sea percibido como una desgracia para quienes aman y se compadecen de los demás seres. Si tuviéramos autonomía en la producción de los nutrientes que requerimos, tal vez otro gallo estaría cantando. ¿Se imaginan una civilización de vegetales inteligentes? Está de más decir que importantes rubros de los supermercados no existiría y determinados “commodities” que sustentan la economía de naciones enteras, no tendrían razón de ser. Material para un escritor de ciencia ficción.

Mientras tanto, la utilidad que hemos obtenido de los animales, obviamente nos dejado la noción casi indeleble que constituyen recursos de los cuales podemos disponer de acuerdo a nuestra conveniencia y necesidades. Como alimento, como fuerza de trabajo, material de guerra (aún hoy los asnos son utilizados en el candente escenario del Medio Oriente para agredir a los adversarios), compañía y medios para nuestra diversión, estos seres se han convertido en parte de nuestro ordinario repertorio de elementos desechables y reemplazables.

Y como todas las cosas de las que nos sentimos propietarios, hacemos lo que se nos antoja con ellas y nos damos lujos que, en última ratio, se traducen en consecuencias lamentables: abandono, desperdicio, hacinamiento, focos de contaminación y enfermedades. Y piénsese que idénticas actitudes muchas veces tendemos a replicarlas con nuestros prójimos. Vale decir, la conducta que desarrollamos con las cosas, con los animales de extiende también con las personas. Cuando las virtudes cardinales de las que nos hablaba Platón se asientan en el individuo, tienen validez en su relación con el mundo en su conjunto. El hombre no es justo o injusto a veces, en determinadas circunstancias, sino que su naturaleza se manifiesta en cada una de sus conductas y en contacto con las múltiples circunstancias que le toca vivir.

Es impresionante constatar en la historia, casos monstruosos de crueldad con los animales, que tenían su correlato en un sadismo exacerbado hacia las personas. No mencionaremos a los archiconocidos emperadores romanos Calígula y Nerón (curiosamente nombre muy utilizado durante décadas para los canes), sino que más recientemente, en la década de los setenta, el tristemente famoso gobernante de Uganda Idi Amin Dada, campeón de boxeo de todos los pesos en su país y analfabeto, extremadamente feroz con sus semejantes y que exterminó poblaciones completas de animales silvestres, especialmente elefantes, con fines de enriquecimiento personal y de sus partidarios. Paralelo a ello, se empeñó en una “cruzada” de purificación racial, dejando sembrado el territorio de generaciones completas de huérfanos. Tanto los descendientes humanos como animales de aquellas matanzas, hoy constituyen un grave problema nacional, uno más, para aquellas naciones azotadas por la pobreza y el hambre. Por lo tanto, cuando escucho a algunos que, exhibiendo un supuesto amor al prójimo, pero que ignoran la suerte compartida de los seres, vegetales o animales, que comparten con nosotros el planeta, no dejo de experimentar, a lo menos suspicacia, acerca de dónde está realmente depositado su afecto. Lo cierto es que, hasta el momento, tal discurso, tiene a un puñado de personas luchando contra una bola de nieve que crece cada día más y a una multitud de animales deambulando por nuestras ciudades y campos, constituyendo un peligro para la sociedad humana y para ellos mismos.

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