domingo, 26 de septiembre de 2010

Su propina es mi sueldo

Las manos despellejadas de una joven estudiante me trajeron a mi horizonte mental una serie de ideas no muy alegres. El estado de esas manos no era precisamente porque hubiese estado preparando mote con lejía. Era el producto de su trabajo como empacadora en uno de los tantos supermercados que pueblan nuestro largo territorio. De tanto amarrar y cortar pita de polietileno, ya ni siquiera podía tomar un lápiz y dedicarse a lo que le corresponde de acuerdo a su edad: el estudio. “Fue su opción”- podría decir alguien, parodiando a un administrador municipal de hace algunos años, refiriéndose al trabajo abnegado de la presidenta de la Sociedad Protectora de Animales de Linares. Posiblemente sea producto de su deseo de ganar algunas monedas. O la necesidad. Tal vez la instigación de padres con nociones particulares sobre lo que es la responsabilidad. El hecho es que una persona sin edad para laborar con todos los derechos inherentes a un trabajador, realiza una faena que le quita tiempo a sus legítimas aspiraciones de futuro. Y todo a vista y paciencia de una sociedad que demasiado ha hablado sobre el trabajo infantil, pero que fiel a los requerimientos del mercado, no se quiere pronunciar como debiera. Porque estos jóvenes -y adultos- que se desempeñan en esas tareas, son mano de obra gratuita, según entiendo y he podido constatar por sobrinos que por ahí se han desempeñado. En los almacenes y tiendas tradicionales, a esas que me llevaba mi padre cuando pequeñín, el personal, e incluso el dueño, se dignaban, y todavía lo hacen, envolver o envasar la mercadería. Según la filosofía actual, no es el personal del establecimiento quien lo hace, sino “agentes externos”, a los cuales el cliente debe cancelar-cuando se le antoja- el servicio prestado. Además, según me dijeron algunos “beneficiarios” de esta franquicia laboral, deben cancelar una mesada por ganarse el derecho de desenvolverse en la faena. Es la novedad más novedosa. Para que no se piense que se está explotando a la infancia ahora, se privilegia a estudiantes universitarios, de acuerdo a esas mismas fuentes, los cuales deben hacerse presente con una suma mínima que les garantice su “estabilidad” durante un período de tiempo. Interesante, ¿no? No he ido a entrevistar a los creadores de esta genialidad, tampoco a sus implementadores. Repito lo que los jóvenes, alegremente, me han revelado. Pero me preocupa, sí, me preocupa. Que se lleve a ultranza la máxima de que ”habiendo una necesidad, surge un mercado”.
Padres, educadores, autoridades, empresarios y los mismos imberbes trabajadores, participan de una mesa que no tiene la misma disposición de manjares. La fuente de fritangas está más cerca de unos que de otros. Muchos se quedan con el tenedor vacío en la mano o picoteando los últimos bocadillos que nadie aprecia. Y con la llegada de estas insignes fiestas que los hijos de la Patria esperamos con ansiedad, se siente más la urgencia de contar con algunas monedas y de allí que para muchos no existe el descanso, sino una desenfrenada carrera por reunir algunos céntimos que gastar en un frenesí vertiginoso que no sé si deja algún regusto agradable después de terminada la bacanal.
Hay que reconocer que la pujanza de la economía chilena se refleja en el desarrollo del comercio detallista, y en particular en los malls y supermercados, donde la capacidad de consumo de nuestros ciudadanos tiene su máxima expresión. Los rostros de los consumidores se ven radiantes cuando llenan sus carros o sus canastas, y qué decir los fines de mes con todo el magisterio haciendo sus pedidos. Es en estas ocasiones cuando nuestros héroes se disputan un lugar junto a las cajas y, por lo general, no salen defraudados. ¿Y de qué, entonces, nos podemos quejar? La verdad es que de buenas a primeras, de nada. Porque a corto plazo, todo es risas y congratulaciones, como en la mayoría de las situaciones. Sin embargo, casi siempre las francachelas tienen su efecto secundario que no quisiéramos. Y en el caso que discutimos, la virtud provoca acostumbramiento y terminamos asumiendo una realidad que no es normal o aconsejable. Podríamos incluso hablar de un mercado laboral informal, con la complicación que atañe a niños y jóvenes, que son los que más necesitan protección, pero que en esas condiciones experimentan la mayor falta de ella. La enorme contribución de estas empresas al mercado laboral es algo loable y que nadie discute, pero precisamente porque tienen esa enorme capacidad, tanto creativa como de gestión, es que uno espera que arriben a alternativas más apropiadas a la hora de ofrecer una oportunidad de trabajo.

Juan Gajardo Quintana

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