lunes, 6 de septiembre de 2010

Opiniones que valen

Juan O. Gajardo Quintana

Todos, o casi todos, conocen la sentencia según la cual “hay que tomar las palabras según de quien vienen” y, cual más, cual menos, la ha hecho suya, especialmente cuando se trata de salvaguardar su dignidad o de solapar algún orgullo herido. No deja esta frase de poseer un inflexión despectiva, en el sentido que habrían algunas personas cuya opinión o aseveración acerca de alguna materia, persona u otro aspecto de la realidad, no avalarían con su condición la calidad de lo expresado. La operación, entonces, consiste en asociar el valor del juicio emitido con las características, posición o situación del emisor. De esta forma, habrían individuos a los cuales no es menester prestar atención en virtud de sus particulares condiciones, las cuales desmerecerían su opinión ante su receptor. No obstante, sabemos que el lenguaje es mucho más de lo que se dice y en su complejidad esconde intenciones, formas de ver la vida, debilidades, carencias, etc.. Por otra parte, la volubilidad del mensaje verbal no estriba solo en su configuración al ser emitido, sino también, tanto o más, en la forma en que es recibido, en cuya estructura confluyen capacidades, limitaciones, prejuicios y temores, entre otros elementos. De esta forma, la aserción que encabeza este artículo, tendría su necesaria complementariedad en el proverbio ese que dice que “no hay peor sordo que el que no quiere oír”. Este tipo de sordo no quiere o no puede descifrar el mensaje. De ahí que cierre el entendimiento y se parapete en el cómodo aserto de “tomar las palabras según de quien vienen”. Aquellos mensajes, verbales o en el código que sea (icónico, como en la pintura o el cine, por ejemplo), cuando no se está en condiciones de ser “entendido” o “aceptado”, producen en el receptor una reacción que puede ir desde la simple indiferencia hasta la agresividad más franca. Esto es válido a todo nivel. Desde la diplomacia, pasando por los ámbitos de las artes o en el llano mundo de las conversaciones cotidianas. La resistencia a los mensajes “inaceptables” o “ininteligibles”, está en la raíz del fracaso de muchas iniciativas que pudieran haber tenido beneficiosos efectos de haberse entendido o aceptado. Como dijo un gran lingüista danés, las guerras tanto entre las naciones como en el terreno de amor, han tenido siempre una raíz semántica. No obstante lo dicho, no todo, al menos para mí, es tan gratuito o “simple”, si cabe este calificativo en el contexto de los intrincados fenómenos lingüísticos. Yo creo firmemente que si la democracia permite, autoriza y promueve la emisión de opiniones, el sentido común, la prudencia y aún la conveniencia, aconsejan no abusar de este derecho y aún más, debería estar restringido por la buena educación en la mayoría de los casos. Esto debido a una concepción muy simple: la opinión que no está fundada en datos aportados por la razón, la experiencia, el conocimiento o la sabiduría, es del todo prescindible y hasta peligrosa. Cuántas fortunas, prestigios y hasta vidas humanas ha costado el poner oído a las vanas palabrerías pronunciadas teniendo como fuente la ignorancia, el capricho o la malicia de determinados individuos o amparadas por la opinión de la mayoría, cuyo sustento ha sido el “todos los dicen” o el falso sentido común, que es escasamente común en nuestras comunidades en las que nos tocó nacer. Y cuán propensos son los individuos a emitir opiniones gratuitas, sin el menor escrúpulo ante la carencia de bases válidas y sostenibles. Para complementar el vicio, se suma el prurito de oír y oír, cuanta afirmación salga de los íconos comunicacionales del momento, sin discriminar si el sujeto es merecedor de la atención, merced a sus antecedentes y pergaminos. Y existiendo una necesidad, surge un mercado. Y como resultado una explosión de ofertas de opinólogos al por mayor, en su gran mayoría personas cuya insulsez e indigencia cultural o intelectual, los hace, por arte de la contradicción propia de la cultura de las masas, meritorios y acreedores de la atención de estas. Puesto que así como se es indolente para emitir, esa cualidad se repite al recepcionar los mensajes. Si el enunciado exhibe el menor atisbo de complejidad, inmediatamente es desechado como algo oscuro y digno para la cátedra, donde será nuevamente resistido y finalmente morirá de inanición como los dioses del panteón egipcio, famélicos por la carencia de devotos. En fin, así como por lo general, somos flojos para pensar y construir mensajes con sentido, también los somos para escuchar y decodificar, inferir o interpretar la información que llega a nosotros y esto lo sabe gente más lúcida que ha hecho de la manipulación de la conducta de las masas, una verdadera y efectiva ciencia del comportamiento humano.

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