viernes, 11 de noviembre de 2011

¿De qué vale saber?



Juan Gajardo Quintana

Un amigo me hizo el siguiente cuestionamiento: Si ni tú o yo podemos influir en las condiciones que afectan a las grandes masas, ¿qué caso tiene opinar y discutir al respecto?
Si en nada puede influir lo que pensemos y digamos en materias, como por ejemplo, la tasa de interés que uno termina pagando en un banco por un crédito de consumo, los cobros excesivos de la cuenta de la luz, del agua, del teléfono o del gas, la cuenta de supermercado que pagamos mes a mes, la rentabilidad de nuestros fondos de pensiones, el valor del plan de la isapre, los intereses que le cobra la multitienda cuando se tiene que comprar ropa o algún electrodomésticos, las duras condiciones que le colocan al emprendimiento, el precio del pasaje de bus o de avión, el porcentaje de peces que queda disponible para los pescadores artesanales, la parrilla programática de los canales de televisión, la línea editorial de los principales medios de comunicación escrito, el arancel que se paga en una escuela o universidad, los jugadores que contrata nuestro equipo de fútbol favorito y por supuesto, la posibilidad de tener educación y salud pública universal y de calidad a través del pago de los impuestos. Menos aún en la política cambiaria, las relaciones internacionales, la distribución de la riqueza, el cálculo del PIB, etc., etc., etc..¿para qué darle tantas vueltas al asunto y gastar saliva, haciendo una gárgara sin fin?
Y pensándolo así, de buenas a primeras, es una observación muy pertinente. Y toca la casualidad que es exactamente la misma objeción que nosotros hemos hecho a los apocalípticos profetas que aparecen en la televisión denunciando conspiraciones y contubernios que, de solo escucharlos, nos indignan y nos preguntamos cómo no hay alguien que nos salve de aquellos malvados. Exactamente, de qué nos sirve conocer tales desmanes, si lo único que podemos hacer es dejar que el cataclismo nos caiga encima, como les ocurre a las hormigas, baratas o termitas cuando son rociadas por el infernal insecticida.
¿Qué utilidad nos significa conocer que la riqueza y éxitos macroeconómicos poco o nada representan para el obrero, el funcionario, el operario, en suma, para el asalariado? ¿O bien, que el poder siempre estará en las manos de los mismos, en lo económico, político y social?
¿Sirve para alguna otra cosa que decepcionarnos cada día del mundo que nos tocó vivir?
Estas preguntas son válidas, en primer término, para todo orden de cosas. ¿Vale la pena saber? El ser humano, esencialmente, quiere saber. El conocimiento es un privilegio y un derecho humano. Jamás podré cambiar la historia, por ejemplo, pero deseo conocerla y explicarme el por qué del presente. Por más que el imperio del saber también esté en manos de una casta privilegiada, existe una masa presionando debajo en procura de la parte de la ración que le corresponde. Por otra parte, suponemos que nadie en su sano juicio, deja de aspirar alguna vez a explicarse las causas de por qué se siente tan jodido. Las cosas no son casuales, son causales o efectos de otras causas.
En definitiva, el saber genera conciencia y la conciencia acción. Sin esta premisa, la monarquía absoluta, jamás hubiese desaparecido.

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